Literatura, filosofía, psicoanálisis

jueves, 26 de diciembre de 2013

LA NOVELA DE LACAN

LACAN Y OCAMPO. Según Baños Orellana, la escritora causó un "terremoto" tanto en el psicoanalista como en Callois.
El libro La novela de Lacan (El cuenco de plata) se propone exponer los comienzos de Jacques Lacan desde una perspectiva novedosa y audaz. Se trata nada menos que de trabajar las documentaciones y cartas que se han descubierto en esta última década en la forma de una novela de formación. Su autor, Jorge Baños Orellana, apela a este recurso y consigue un resultado por demás interesante que nos relata en esta entrevista. Baños Orellana es médico psiquiatra y psicoanalista, y también escribió El idioma de los lacanianos y El escritorio de Lacan. También es miembro de la Ecole Lacanienne de Psychanalyse.
–¿Por qué la elección de una novela de formación? ¿Por qué privilegió este género frente al ensayo?
–En primer lugar, porque me dio la impresión de que era un capítulo que faltaba escribir dentro de la gran producción lacaniana. Por otro lado había ciertas exigencias de transmisión que ahora se podían satisfacer de otra manera. Cuando yo empecé a leer a Lacan –estoy hablando de los años setenta, ochenta–, había que empezar por lo que había, por los Escritos, por uno u otro seminario. Eso fue cambiando cada vez más, y creo que en los últimos diez años, en ese sentido, hubo una especie de revolución con respecto al acceso de materiales que en aquel entonces no teníamos. Es decir la posibilidad de ver cómo se formó el pensamiento de Lacan. Además no era sólo un capítulo pendiente, yo sentía que había una urgencia de ver si se podía renovar la transmisión de la obra de Lacan pudiendo enseñar las cosas desde un principio a la gente joven, que ellos podían tener un privilegio que nosotros no. Entonces sí, se presenta la cuestión de cómo manejar esos materiales. Surge la pregunta necesaria acerca de cuál sería la formación ideal y en función de esa exigencia y lo que se me fue imponiendo a partir de las demandas de los grupos de estudio que coordino fue empezar por los primeros textos, las cartas. Así se armó un primer borrador.
–¿Entonces fue pensando en un acceso a la lectura de Lacan?
–Desde el primer día que empecé a leer a Lacan tuve el mismo problema, como todo el mundo, y sucesivamente fui pensando primero que era un problema del estilo de él, que era oscuro, barroco (hay que tener en cuenta los textos que nos llegaban, los Escritos, los textos más duros) Pero, más tarde, cuando fui a participar de los encuentros de los lacanianos, tampoco los entendí a ellos. Entonces o abandonaba todo y me iba, o me quedaba y hacía algo con eso, que fue lo que hice con mi primer libro, El idioma de los lacanianos, que surgió de un problema personal de entender lo que decían los lacanianos y sobre todo de descubrir por qué hablan de esa forma.
–¿Y llegó a alguna conclusión?
–Yo creo que sí… Rápidamente me di cuenta de que había algo que me costaba entender de Lacan y que no tenía que ver con el estilo. A veces decía cosas incomprobables, falsas, o una fabulación, entonces de ahí salió como un anexo del libro anterior, otro que se llamó El escritorio de Lacan acerca de todos los trucos que él utilizaba para la transmisión. Cómo a veces para transmitir cuestiones verdaderas él tenía que hacer algunas tergiversaciones. Pero lo que se me fue imponiendo poco a poco es que Lacan no era alguien que pensaba solo, o que pensaba de la nada, o que no tenía en cuenta a quien lo escuchaba. Era un discurso en tensión. Entonces por un lado había que rescatar los conceptos, las ideas, el aparato doctrinario pero por otro muchas veces el sentido se perdía si no se tomaba en cuenta contra quién lo decía. Había un pensamiento contra, a veces contra sí mismo, con cosas que había dicho antes y esto a veces se materializaba en rivales del presente. Y si uno no puede reconstruir esas tensiones y cree que todo es hoy, puede cometer anacronismos. Y esto mismo hace que Lacan muchas veces se vuelva oscuro. Y en ese sentido me pareció que si había un momento de tensiones absolutas era en el comienzo. El se formó como un neuropsiquiatra en el mejor lugar del mundo para formarse como eran en ese momento los hospicios de París y se volvió psicoanalista en un ámbito donde el psicoanálisis –principios de los años veinte en Francia– no existía, estaba mal visto, era un capricho judío y alemán. Su comienzo es un momento en el que se ve muy acentuada la tensión del discurso de Lacan con el de los otros. Para que esta tensión tuviera un sentido, había que reconstruir lo que decía uno y otro, y de este modo se me fue imponiendo la cuestión novelesca, la dramática. Y ahí me di cuenta de que una vez tomada esta decisión, tuve la exigencia de preparar los textos para poder presentarlos en esta forma dialogada. Otra ventaja de la novela es que nos saca de la manipulación maniqueísta que divide las aguas en malos y buenos. La presentación de las ideas de este modo exige un cierto trato igualitario de las posiciones en juego. Las biografías que más conocemos planteaban algo así como que en Lacan habría un pecado original, que siendo médico había perdido el tiempo. Sin embargo, me parece que cuando él pasa al psicoanálisis lo hace sabiendo bien qué cosas deja de lado. No hay que olvidar que en ese momento era como meterse en el campo enemigo, en lo poco serio. Tuvo que enfrentarse con sus maestros, con sus compañeros. Entonces reconstruir todo eso tiene un valor. Por otro lado, no se retira de toda esa experiencia psiquiátrica con las manos vacías sino con inscripciones, con una semiología muy precisa, muy sofisticada de lo que era volverse loco que prácticamente ningún psicoanalista de su época tenía. Y precisamente esto tiene que ver con su originalidad, de lo que trajo al psicoanálisis.
–Está muy marcado en el libro el cruce de este discurso con el surrealismo. Como si esto funcionara como puente para ir hacia el psicoanálisis.
–También me sorprendió encontrar esto. Porque, si uno lee la biografía de Elisabeth Roudinesco, André Breton apenas figura, o André Masson (pintor francés surrealista y cuñado de Lacan) que aparece sólo como una figura familiar. En ese primer momento, estoy hablando de sus años de residencia neuropsiquiátrica, lo que sirvió como palanca para poder salir de ahí, fue fundamentalmente el contacto con los surrealistas. Así como creo que en los años que vienen, de 1932 a 1936, fue la filosofía.
–Es muy interesante la polémica entre el surrealismo y la neuropsiquiatría que se plantea en el libro, por ejemplo en el tema del automatismo mental.
–Sí, una pelea que se da incluso en una escena, en un ateneo clínico que le hacen las grandes cabezas de Francia a los surrealistas, así como también los surrealistas, encabezados por Breton con la novela Nadya, habían pedido la cabeza de los neuropsiquiatras. En la figura de Nadya se ve la debilidad de las dos posiciones, tanto la del cinismo psiquiátrico de encerrarla como ese optimismo surrealista de pensar que la locura es mágica. Lacan conoció bien las dos cuestiones y se mantuvo al borde de esa cornisa, casi como un moderado. El creía que Nadya estaba loca y también creía que sus producciones y sus delirios tenían que ver con lo humano, las dos cosas.
–En el libro hay un comentario acerca de la evolución del carácter de Lacan que está entroncado con su relación con Victoria Ocampo, a quien usted le da una gran importancia en este giro o cambio en su personalidad.
–Me parece que con todo lo que cuento, voy insinuando que Lacan estaba más del lado de la fobia, la fobia en su sentido más positivo que es la que, por miedo a quedar encerrados en una idea, nos hace leer todos los libros, los autores. Esto es lo que él muestra cuando se representa a sí mismo o a su discurso como la estrella del ferrocarril que permite mandar trenes a todos lados. Esto es también uno de los puntos por los que a veces no se entiende Lacan, es porque está pensando al mismo tiempo en varias direcciones. Esta fobia creativa es también la que lo hace tener puntos de contacto con el primer surrealismo. Pero por otro lado, estaba una posición viril, masculina que tenían él y sus pares de plantarse fuertemente con una intolerancia que ahora nos resultaría difícil de soportar en nuestros ámbitos. En aquel entonces, como se ve en las revistas, había un maltrato mutuo llamativo. Esa cosa dura, de riña de gallos en un momento histórico de guerra, de nacionalismos, un sostener lo propio a toda costa aparece en los primeros artículos de Lacan, eso tuvo que dejarlo de lado.
Y en ese sentido me parece que la figura de Victoria Ocampo fue decisiva para que él se diera cuenta de la ridiculez, de la debilidad de tal ejercicio de fuerza. Victoria Ocampo detectaba con facilidad este gesto masculino y le gustaba cortar cabezas, disfrutaba con descubrir la ridiculez masculina. En ese momento, para el joven Lacan fue muy liberador, una operación liberadora que fue anterior a su análisis. Es más probable que haya sido uno de los factores que le permitió la posibilidad de un psicoanálisis propio.
–¿Tanto peso tiene esta relación entonces?
–Yo creo que tuvo mucho peso. Hay un hecho, él venía escribiendo artículo tras artículo hasta el año 29 y después se quedó mudo un año y medio para retomar la cuestión desde una perspectiva mucho más matizada, más rica, teniendo otro tipo de interlocutor. La coincidencia es enorme. Ahí hubo un terremoto que se produjo en Lacan como se produjo también en Roger Caillois, en otra dirección, pero es evidente que Victoria Ocampo produjo un terremoto en la posición intelectual de Caillois.
–Por sus palabras se ve que tiene el proyecto de proseguir esta novela.
–Sí, yo creo que la novela de formación no termina cuando decide entrar al psicoanálisis y el final de su paso por la neuropsiquiatría que concluye con una tesis muy polémica sino que después también es conflictivo, complicado y muy rico en su entrada en el psicoanálisis. Lacan siente sorpresa y también perplejidad ante lo que se encuentra: quiénes son los psicoanalistas, cómo es el suyo, cómo se va armando el psicoanálisis como institución en París. Y va viendo y tomando distintos elementos de autores que estaban peleados entre ellos. Pero por otro lado, viene con toda su formación psiquiátrica y va apareciendo con mucho vigor e interés la formación filosófica de Lacan. De eso da cuenta su acercamiento al seminario de Kojève sobre Hegel pero también la cuestión de Heidegger. Todo esto lo convirtió en un psicoanalista raro. De eso se tratará el próximo tramo.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Entrevista a Francoise Davoine y Jean- Max Gaudeilliere

Siempre son los pacientes quienes nos están jaqueando”

En su libro Historia y trauma: la locura de las guerras, estos dos psicoanalistas franceses analizan qué ocurre en situaciones extremas, como una contienda bélica, cuando todas las certezas explotan y se desmoronan con una radicalidad profanadora.
por Silvina Friera

La reformulación de la célebre sentencia wittgensteniana arroja luz sobre un complejo campo de batalla entre pacientes y analistas: “Lo que no se puede decir, no se puede callar”. Es la frase de apertura de Historia y trauma: la locura de las guerras (Fondo de Cultura Económica), un libro extraordinario escrito a cuatro manos por los psicoanalistas franceses Françoise Davoine y Jean-Max Gaudillière, quienes fueron invitados por las Abuelas de Plaza de Mayo en el marco de los diez años que celebra el Centro Terapéutico de la institución, a cargo de Alicia Lo Giúdice. ¿Qué ocurre en situaciones extremas, como una guerra, cuando todas las certezas explotan y se desmoronan con una radicalidad profanadora? El trabajo de esta dupla, de formación lacaniana, consiste en hacer existir “zonas de no existencia”, suprimidas por un golpe de fuerza. Pero aun las medidas perfectamente programadas para borrar hechos y gente de la memoria no hacen más que poner en marcha “una memoria que no olvida” y que quiere inscribirse. “A veces, un delirio dice más que todos los cables de una agencia de noticias sobre hechos olvidados, sin derecho a la existencia”, plantean.
“Cuando vinimos por primera vez a Buenos Aires, en 1995, después de la traducción del libro de Françoise, La locura Wittgenstein, fuimos invitados por la Alianza Francesa y fue ahí donde dimos nuestro primer seminario –recuerda Gaudillière a Página/12–. Por cierto, hablamos de cuestiones que tienen que ver con la locura, con el trauma. Hablamos de nuestro trabajo a partir de lo que hacíamos con nuestros pacientes y de lo que hacíamos y hacemos a partir de nuestra historia, en tanto hijos de la guerra como somos realmente, ya que nacimos en 1943, en plena ocupación alemana. Y lo que pudimos constatar, con mucha emoción, es que mientras estábamos hablando con un público que no conocíamos, mucha gente lloraba. Una de las primeras intervenciones que surgieron del público fue de una mujer que se levantó y que se presentó como una de las Madres ‘locas’ de Plaza de Mayo.” El vínculo con Abuelas, agrega Davoine, pasa por el hecho de rechazar “la fascinación por el trauma y las atrocidades que excitan el voyeurismo y una cierta cultura fácil”. “Cuando veo esta organización, es exactamente lo contrario: hay una búsqueda, una investigación. ¡Esto es vida!”
–¿Por qué Historia y trauma se publicó primero en Estados Unidos y luego en Francia? No parece un detalle menor. ¿Quizás el enfoque que ustedes proponen sea incómodo para el psicoanálisis francés?
Françoise Davoine: –Es a causa del editor. En Francia siempre es difícil tener acceso a un editor si uno no está en una estructura asociativa o de escuela psicoanalítica. Entonces con Judith Gurewich, una psicoanalista que dirigía la editorial Other Press, hablamos de nuestro seminario, que hacíamos en la Escuela de Altos Estudios, y ella se interesó por ese libro.
Jean-Max Gaudillière: –Trabajamos como psicoanalistas a partir de la locura. Podemos decir que los pacientes locos nos transformaron en psicoanalistas. Cuando empezamos nuestro trabajo, a comienzos de los años ’70, incluimos rápidamente la Escuela Freudiana de París, seguíamos el seminario de Lacan, hacíamos análisis con analistas lacanianos, pero entendimos muy pronto que ese mundo parisiense oficial no estaba interesado por el psicoanálisis de la locura. Como éramos jóvenes, tratamos de hablar con psicoanalistas mayores que nosotros, en París. Era imposible obtener una respuesta de parte de ellos, salvo excepciones. Una de ellas era una alemana que había emigrado a París, Gisela Pankow; también Françoise Dolto y Piera Aulagnier. Pero la doctrina oficial era que no había transferencia con la locura y por lo tanto no hay psicoanálisis de la locura. A mitad de los años ’70, tuvimos la posibilidad de tomar contacto con psicoanalistas de la locura en Estados Unidos. Nos invitaron a la clínica que es la última que practica el psicoanálisis intensivo de la psicosis. Y comenzamos a trabajar con esas personas que eran muy mayores, que ya han muerto, y con ellos pudimos realmente hablar de nuestro trabajo. Esos viejos psicoanalistas norteamericanos hablaban siempre de la guerra porque todos habían intervenido en la guerra. Y habían aprendido su oficio de psicoanalistas en los campos de batalla. Fue por eso que publicamos primeramente el libro en Estados Unidos. La publicación de ese mismo libro en Francia, varios años después, nos lleva a decir que el libro en francés es prácticamente una traducción del libro que se publicó en Norteamérica porque todavía, en ese momento, no había nadie con quien hablar de esas cosas.
–¿Cómo explican ese silencio, esa imposibilidad de hablar sobre locura y lazo social en Francia? ¿Quizá sea por cómo se comportaron muchas familias durante la Segunda Guerra Mundial, por el colaboracionismo y el nazismo?
J-M. G.: –Usted toca un punto muy fuerte y muy exacto, pero llega más lejos o más atrás: se remonta a la Primera Guerra Mundial. Durante la guerra del ’14 había una tradición psicoanalítica de los traumas de guerra en Inglaterra y en Estados Unidos, inclusive antes del viaje de (Sigmund) Freud a ese país.
F. D.: –Había una tradición de psicoterapia de los traumas. William Alanson White es uno de los grandes nombres de esa época, justo en la etapa previa al ’14. Había una tradición de psicoterapia pública, sin dinero de por medio. Cuando los norteamericanos entraron en la guerra, en 1917, se trataba de hacer una psicoterapia analítica de lo que ellos llamaban en ese momento “las pérdidas psíquicas” durante la guerra. No encontramos en Francia rastros de algo equivalente. Recientemente, el año pasado, estábamos en un seminario de historiadores de la guerra del ’14. Una persona destacada que estaba con nosotros era un historiador de la medicina. Entonces le planteamos que teníamos la impresión de que en Francia no hubo psicoterapia durante la guerra del ’14. Solamente la psiquiatría entre comillas quizá, tratamientos a base de medicamentos y la aplicación de electricidad sobre determinadas partes sintomáticas del cuerpo. Este investigador confirmó plenamente esa intuición que teníamos. Los psicoanalistas franceses, entre las dos guerras, no hicieron investigación sobre la locura y los traumas.
–En el libro recuerdan las deportaciones en Lorena porque aparece la palabra “deportación” y la expresión “campo de concentración” en la Primera Guerra, contrariamente a lo que se creía, que esas palabras se generalizaron durante la Segunda Guerra. Resulta interesante este caso por la cuestión del lenguaje y por cómo se nombran experiencias que han sido borradas de la historia.
J-M. G.: –No es una cuestión que tiene que ver sólo con el lenguaje, sino con la historia. Las palabras “deportación” y “campo de concentración” eran utilizadas oficialmente por los alemanes durante la Primera Guerra.
F. D.: –En los años ’90, varios pacientes, entre los cuales uno de esas regiones deliraba, hablaban de deportaciones. Yo creía que se equivocaba de guerra. Una de ellas en un momento me trajo un libro hecho por los niños de la región en la escuela. Era algo muy conmovedor porque en ese libro había una foto de Holzminden, un campo de concentración alemán en la Primera Guerra. Los chicos y los ancianos eran deportados y en esos campos ocurría todo tipo de maltrato y destrato: había hambre, violaciones, muchas cosas... A pesar de que trabajamos en una escuela que ha sido creada por historiadores y donde trabajan historiadores, no teníamos material y no sabíamos a quién dirigirnos para saber más de esto. Hasta que encontramos un libro de Annette Becker, una historiadora de la Gran Guerra. Cuando publicamos nuestro libro, ella tomó contacto con nosotros porque estaba preparando otro libro, que apareció hace un par de años, que se llama Cicatrices rojas, y que trabaja con los diarios íntimos de los civiles, de los particulares, en la zona ocupada durante la guerra, todo Bélgica y el norte de Francia, donde las violaciones eran corrientes, la población sufría hambre de manera sistemática y los hombres que no habían sido deportados eran útiles, por lo tanto eran esclavizados. Ese libro se lo pasé a un par de psicoanalistas belgas que conozco y de repente se pusieron a decir: “¡Pero mi abuelo estuvo en un campo de concentración...!” Había una treintena de campos de concentración que funcionaban de esa manera en Alemania.
J-M. G.: –Hizo falta un siglo para que eso se convirtiera en materia de estudio histórico.
F. D.: –Mientras tanto, los pacientes deliran hoy en día. O creemos que deliran.
J-M. G.: –Si los muertos no son del pueblo, entonces esto es el acta del nacimiento de los fantasmas, en el sentido de espectros. Y es también el comienzo de una investigación con herramientas especiales que son las herramientas de la locura. Cuando hablo de la utilización de instrumentos de la locura para instalar una investigación sobre hechos que fueron suprimidos, es una manera de reconocer la fuerza extrema de lo que han hecho las Madres “locas” de Plaza de Mayo. Supongo que al comienzo ese nombre les fue atribuido de una manera despectiva porque daban vueltas en torno de la Plaza de Mayo y utilizaban los instrumentos de la locura cuando reclamaban y pedían a sus hijos vivos. Por supuesto que estaban locas, porque la idea era que todos los desaparecidos estaban muertos. Ellas dicen “los queremos vivos” y entonces ponen en marcha un instrumento de la locura del mismo modo que los pacientes hablan, sin tener ideas de historiadores, de los campos de concentración de la Primera Guerra Mundial. Todo el mundo decía que estaban “locos”, que no había campos. Al cabo de los años, vemos que la fuerza de sus delirios lleva al descubrimiento de la verdad histórica.
–Ustedes subrayan que son los pacientes quienes hacen los descubrimientos teóricos, que en todo caso el terapeuta lo acompaña o lo guía. Es significativo que pongan la teorización del lado del paciente. ¿Cómo fundamentan esta propuesta?
F. D.: –Hablamos del trabajo como una investigación o una búsqueda que lleva adelante el paciente. No somos simplemente un acompañante. Somos como un coinvestigador, un equipo, donde ellos son los directores de investigación. Ese es el rol del paciente, porque siempre nos plantean callejones sin salida teóricos o impasses. Hace mucho tiempo, en un asilo, un paciente crónico me dijo: “Cuando yo estoy bien es cuando estoy enfermo y cuando estoy enfermo estoy bien. Contésteme, ¿cómo es esto?”. Tardé más o menos veinte años en contestar. Recientemente, entendí que en momentos que podemos llamar “maníacos”, la euforia del estar bien hace que la mente camine muy rápido y resuelva muchas cosas. Registra mucha información en torno del sujeto. Eso es cuando están excitados, en un estado de demasía. Allí es cuando recogen la mayor información para contarnos cosas. Pero después, siempre hay un momento de relajamiento, donde uno se encuentra agotado, como después de una creación; hay un momento terrible de vacío y sin embargo ahí estamos bien, pero parecemos enfermos, cuando en realidad nos estamos recomponiendo. Otro ejemplo de teoría podría ser cuando nos dicen que el trabajo que hacemos no sirve para nada. Usted no sirve para nada, es un “nulo”. Esa nulidad es muy importante poder compartirla, porque a partir de ese no valor va a comenzar un intercambio y se va a crear valor entre ambos. Siempre son los pacientes quienes nos están jaqueando. Son guerreros para salir de las autopistas del pensamiento.
J-M. G.: –Podemos decir también, simplificando mucho, que ocurre un acontecimiento terrible que puede ser un hecho político o natural que conduce a una catástrofe. A catástrofes que pueden ser a nivel de un país o de una familia. Entonces tenemos la instalación de lo que nosotros llamamos un trauma, que supone dos condiciones: la primera, que aquel que va a venir a consultarnos, a vernos, se ha encontrado cara a cara con la muerte. La segunda es que ha sido traicionado por los suyos, por su familia, por su país. Eso constituye un trauma. Y eso quiere decir que el hecho que se produjo al comienzo, para ese sujeto, ha salido de la historia. Ya no puede hablar más de eso porque la palabra ha sido traicionada. Y entonces, ¿qué ocurre? Sobre ese punto, esa persona se convierte en el acontecimiento, en el hecho. El no viene a hablarnos de un hecho, viene a mostrárnoslo. Por ejemplo, cuando ese sujeto tiene un diagnóstico de locura, se dice que está alucinando el acontecimiento. ¡No está alucinando nada! El ve los acontecimientos con los ojos, no con un defecto del cerebro. O sea que los ojos funcionan a la inversa: ponen frente a él el acontecimiento para mostrárnoslo a nosotros. Entonces le plantean al analista una impasse lógico: él dice que ve el acontecimiento, el analista dice que no ve nada. El otro le está diciendo: “Yo lo veo, contésteme”. El es el acontecimiento, entonces yo, analista, qué hago con alguien que es un acontecimiento. No puedo decirle: “Cálmese”. No puedo decirle: “Usted no es la Revolución Francesa”. Yo, como analista, ¿qué hago con ese hecho? Es el paciente el que nos va enseñar la teoría que tiene que ver con esto. En el libro, hemos escrito una pequeña máxima: “El trauma le habla al trauma y sólo al trauma”.

martes, 26 de noviembre de 2013

Cartas de FRANZ KAFKA


El 16 de junio de 1913, Franz Kafka le confesó a Felice Bauer que no era gran cosa. “La verdad es que no soy nada, lo que se dice nada”, le escribió. Inmediatamente después le explicaba que no conocía a nadie tan desastroso en las relaciones humanas como él, y que tenía la impresión de que “no hubiera vivido nada”. Por si acaso añadía: a) que era incapaz de pensar y b) que tampoco sabía narrar, “ni siquiera hablar”. Poco antes, tras informarle de que estaba enfermo, le había preguntado: “¿Querrás reflexionar (…) y llegar a una conclusión respecto a si quieres ser mi mujer?”.
Nórdica vuelve a publicar estos días Cartas a Felice casi cuarenta años después de que apareciera el libro en España, y lo ha hecho (marca de la casa) en una magnífica edición y en el momento oportuno: nunca está de más sumergirse en esa insondable y enigmática relación que tan a fondo excava en los laberintos del amor. “Yo perdería mi soledad, que en su mayor parte es horrible, y te ganaría a ti, a quien amo más que ningún otro ser”, le seguía contando Kafka en la misma carta. “En cambio tú perderías tu vida tal como la has llevado hasta el momento, vida con la que te sientes satisfecha casi por completo”. Así que remataba: “En lugar de esta nada despreciable pérdida ganarías un hombre enfermo, débil, insociable, taciturno, triste, rígido, casi desprovisto de toda esperanza, cuya tal vez única virtud consiste en que te quiere”.
Kafka conoció a Felice Bauer el 13 de agosto de 1912 en casa de la familia de Max Brod, seguramente su mejor amigo. El 20 de septiembre le escribió por primera vez. Kafka tenía entonces 29 años; Felice, 25. Él trabajaba en una empresa de seguros, vivía en Praga y estaba a punto de publicar su primer libro de relatos, Contemplación. Ella era ejecutiva en Carl Lindström S.A., una empresa dedicada a la fabricación y distribución de dictáfonos y residía en Berlín. “Cuando llegué a casa de los Brod”, apuntó unos días después en su diario a propósito de Felice, “estaba sentada a la mesa. No sentí la menor curiosidad por saber quién era, porque enseguida fue como si nos conociéramos de toda la vida”.
No tardarían mucho en escribirse con inusitada frecuencia, casi diariamente. En su sexta carta, del 27 de octubre, Kafka reconstruyó milimétricamente el día en que se conocieron. No volvieron a verse, sin embargo, hasta el 23 de marzo de 1913, casi nueve meses después de su primer encuentro. En mayo, Kafka fue recibido por la familia de Felice, y lo pasó francamente mal. Por fin, en junio, le pide que sea su esposa. El 1 de abril, sin embargo, le había confesado: “Mi verdadero miedo –no se puede decir ni oír nada peor– consiste en que jamás podré poseerte”.
Las cartas de Kafka a Felice ocupan en el volumen de Nórdica 827 páginas. Casi el ochenta por ciento del espacio son las que le escribió hasta finales de 1914. La última es del 16 de octubre de 1917. Fueron cinco años de una relación extraña, casi siempre a distancia, llena de recovecos, de equívocos, de turbulencias. Se amaban locamente, locamente temían por lo que les iba a deparar el futuro. Fueron a ratos cómplices y a ratos enemigos. Felice respondió que “sí” a la carta de junio de 1913, e inmediatamente después empezaron los tormento de Kafka. En septiembre huye del compromiso, ingresa en un sanatorio de Riva, quiere olvidarlo todo. Allí conoce a la “chica suiza” de la que se enamora durante diez días. Felice, por su parte, envía a finales de octubre a una amiga suya, Grete Bloch, para que haga de mediadora.
Más complicaciones: Kafka empieza a cortejar a Grete por correspondencia, pero poco a poco recupera a Felice. Vuelven a prometerse en junio de 1914, vuelven a romper un mes después tras un incómodo episodio en un hotel que Kafka identifica con una suerte de proceso en el que lo condenan. De nuevo la distancia, tiras y aflojas, breves encuentros.
Entre el 3 y el 13 de julio de 1916, Kafka y Felice pasan diez días en Marienbad. Al principio las cosas chirrían. “Siguieron cinco días felices con ella, uno, se diría, por cada uno de sus cinco años en común”, escribe Elias Canetti en El otro proceso de Kafka. De nuevo piensan en casarse, cuando termine la guerra. Pero vuelven a discutir. Todavía su amor reverdece a ratos, pero en octubre de 1917, la relación se ha extinguido ya. El 30 de septiembre Kafka le ha escrito la carta más triste, la penúltima de todas aunque sea la del verdadero final. “Mi barca es muy frágil”, le dice. Se refiere a su enfermedad. Ha perdido. “Jamás recuperaré la salud”. Todo ha terminado.

domingo, 21 de julio de 2013

JAMES JOYCE, otra vez

Vida y obra: James Joyce

La literatura del siglo XX tiene un antes y un después con "Ulises", la novela publicada en 1922 en París que, a primera vista, trata del simple recorrido de un hombre común por las calles de Dublín. Aunque la obra de Joyce (1882-1941) parte de la cotidianidad, su furiosa ambición pretendía crear una obra universal y mítica. Lo logró.


Hoy podés entrar a cualquier buena librería y llevarte una copia de Ulises de James Joyce (1882-1941) como si fuera una docena de huevos. Pero en 1922, cuando fue editada por primera vez, la novela era literalmente contrabando. Las aduanas de los Estados Unidos e Inglaterra estaban en alerta roja para confiscar y quemar cualquier ejemplar que entrara por el correo. Recién en 1934 estuvo autorizada en los Estados Unidos, y en 1936 en el Reino Unido. Mientras tanto, sólo se conseguía de manera ilegal y pasaba de mano en mano en secreto. (Según una nueva biografía, ¡Ernest Hemingway ayudó armar un convoy para pasar ejemplares por la frontera con Canadá!). En su Irlanda natal, Joyce era considerado un degenerado satánico. Por eso, para comenzar a hablar sobre esta novela que cambió la literatura y que ahora es un clásico –reverenciado a la altura de La divina comedia, Hamlet o Don Quijote– resulta útil recordar que durante mucho tiempo fue un libro peligroso.
Aunque la obra de Joyce y su importancia para las letras universales no se limita a Ulises, cualquier discusión sobre su vida y obra tiene que comenzar por esta novela que escribió entre los 32 y los 39 años de edad. Y tal vez, para ser breves en esta vida breve, nos limitaremos principalmente a esta obra: el centro de su universo creativo. En ella Joyce metió todo lo que sabía de literatura y de su Dublín natal, donde vivió hasta los 22 años.
Sus obras previas, la colección de cuentos Dublineses y la novela Retrato del artista adolescente, pueden ser vistas como prólogos a Ulises. De hecho, Stephen Dedalus, el protagonista de Retrato… (y alter ego literario de Joyce) es un personaje fundamental en Ulises, que comenzó como un cuento para ser incluido en Dublineses antes de tomar vida propia como novela. Y Finnegans Wake, la obra que sigue a Ulises, es maravillosa entre otras cosas porque es tan pero tan compleja e inaccesible que hace que Ulises –un libro de por sí muy difícil– parezca un cuento de hadas.
Ulises es una novela simple y compleja a la vez. Trata, principalmente, de las andanzas de Leopold Bloom a través de Dublín durante un solo día: el 16 de junio de 1904. A pesar de que la superficie de la novela es la cotidianidad más rasa (la primera vez que vemos a Bloom está desayunando y después defecando) la novela tiene una arquitectura secreta que la liga íntimamente con la Odisea de Homero, y también con una constelación de símbolos anatómicos y esotéricos que logran (para los creyentes) hacer de Ulises una especie de libro universal, como una Biblia.
La imaginación de Joyce es humorística y, al mismo tiempo, enciclopédica. Como una metáfora, cada cosa que escribe es lo que dice y también lo que alude. Joyce dijo que metió tantos rompecabezas y enigmas en Ulises como para mantener a los profesores ocupados durante siglos. Hasta ahora lo ha logrado: se han escrito bibliotecas enteras sobre James Joyce y su obra.
Pero el principiante no tiene que alarmarse por todo esto. La primera entrada a la obra de Joyce es por el sonido de su prosa y la belleza de sus imágenes. Por lo tanto, si es posible, hay que leerlo en inglés. Esto no es esnobismo. Es que su prosa es musical y, como los poemas, es literalmente intraducible a otra lengua. El sonido no tiene equivalencias que se puedan transferir de un idioma a otro. Por ejemplo, describe de Stephen Dedalus –el Sancho Panza de Bloom– caminando por la playa:
Ineluctable modality of the visible: at least that if no more, thought through my eyes. Signatures of all things I am here to read, seaspawn and seawrack, the nearing tide, that rusty boot.

Que en castellano se tradujo:
Ineluctable modalidad de lo visible: por lo menos eso, si no más, pensado a través de mis ojos. Las signaturas de todas las cosas estoy aquí para leer; huevas y fucos marinos, la marea que se acerca, esa bota herrumbrosa.

(Fíjense, en particular, y simplemente en términos de sonido, en: seaspawn and seawrack contra huevas y fucos marinos, la marea que se acerca.)
El ejemplo también ilustra el gran descubrimiento de Joyce: el monólogo interior. Como en la teoría de la evolución o el cálculo integral, es conflictivo señalar un solo descubridor. Virginia Woolf, Marcel Proust y William Faulkner son laderos indiscutibles de Joyce en esta empresa. También Sigmund Freud y Carl Jung, de cierta manera. Sin embargo, el consenso crítico dice que en Ulises logra su máxima expresión.
Justamente, fue este recurso estilístico el que resultó tan ofensivo para tantas personas (además de lo escatológico y lo sexual de la novela). Jung mismo dijo sobre Ulises: “El estilo de Joyce es definitivamente esquizofrénico, con la diferencia de que el paciente común no puede impedirse a sí mismo pensar de esa forma, mientras que Joyce lo hace a voluntad y, además, lo desarrolló con sus fuerzas creativas.”
Ahora que Joyce es un monumento aparentemente irrebatible, es importante reafirmar enfáticamente que su obra, además de haber sido peligrosa, aún sigue siendo muy extraña y muy nueva: por su lenguaje, por su compleja arquitectura narrativa y por su gigantesca ambición de describir el mundo universal a través de un mundo particular.


Un esbozo biográfico
Joyce nació el 2 de febrero de 1882 en Dublín, Irlanda. Fue el primero de 15 hijos que su madre pariría, cinco de los cuales murieron durante la infancia. John Stanislaus Joyce, el hermano tres años menor, fue central en la vida de James. Entre otras cosas se mudó a Trieste con él apoyándolo financieramente, aunque ambos vivían casi en la pobreza. Joyce lo trataba condescendientemente y también lo usaba como un frontón para sus ideas. El libro de Stanislaus, My Brothers Keeper, es de fundamental importancia para los biógrafos de Joyce.
Hasta los 9 años, la vida de Joyce fue tranquila. Estudió en un prestigioso colegio jesuita donde fue buen alumno y un católico devoto. (Pronto, sin embargo, abandonaría la fe con vehemencia, al punto que no se arrodilló a rezar delante de su madre moribunda a pesar de las súplicas de ella. Como casi todo en su vida, esto está presente en Ulises.) Cuando tenía alrededor de diez años, el padre de Joyce comenzó a tener problemas financieros que lo perseguirían toda la vida: a partir de ese momento, la familia se mudaría cada vez con más frecuencia y a lugares más tristes y decadentes.
La educación preuniversitaria de Joyce se completó en otro colegio jesuita donde, junto a su hermano Stanislaus, estudió sin pagar la matrícula gracias a unos curas que admiraban su intelecto y conocían la precaria situación financiera de la familia.
Entonces es cuando Joyce se sumerge en la literatura clásica, aunque también leía fuera del programa escolar en las librerías de viejo en la ciudad. Para su carrera universitaria, Joyce asistió University College Dublin entre 1899 y 1902, concentrándose en lenguas modernas. Allí descubrió a Henrik Ibsen –que se convirtió en su primer modelo literario por mezclar el realismo con el simbolismo, según Gordon Bowker. Estudió noruego para poder leerlo en el original y publicó reseñas de sus obras. Hasta tuvo una breve correspondencia con el dramaturgo. Con la arrogancia que lo caracterizaba, le escribió: “Nos hemos conocido demasiado tarde. Eres demasiado viejo para que yo tenga efecto alguno sobre usted.”
Al mismo tiempo, Joyce empieza a conocer las calles y la noche. Los dos lados de la moneda de Joyce, tanto en su vida como su obra, son la descomunal erudición literaria y cultural, por un lado, y un íntimo conocimiento del sórdido y escatológico submundo urbano por otro. El barrio de prostíbulos de Dublín en ese momento se llamaba Monto y en Ulises tomaría el nombre Nighttown. Joyce los frecuentaba con entusiasmo. Años después, voluntariamente exiliado en Trieste con su pareja Nora Barnacle (embarazada del primer hijo de la pareja) visitaría, también, los prostíbulos de esa ciudad.
Joyce tuvo dos exilios: uno tentativo y otro permanente. En el primero, se fue a París a intentar estudiar medicina. Un amigo, luego enemigo –que en Ulises se convertiría en Buck Mulligan– le sugirió a Joyce que esa profesión le daría dinero, prestigio social y tiempo para escribir. Pero apenas comenzó a estudiar medicina, además de pasar hambre, lo que hizo Joyce en París fue, como antes en Dublín, devorar bibliotecas.
Su segundo exilio fue permanente. A principios de junio en 1904, cuando Joyce tenía 22 años, conoció en la calle a Nora Barnacle, una mujer dos años mayor que él que trabajaba de mucama en un hotel. Por el gorro blanco de marinero que Joyce llevaba puesto, ella pensaba que era un marinero noruego. El se enamoró de un flechazo. Le pidió una cita. Tras un malentendido, por fin salieron el 16 de junio (el día que quedó inmortalizado en Ulises). Para tener una idea de hasta qué punto la vida de Joyce ha sido investigada, un dato: hay un serio debate académico-biográfico sobre si Nora lo masturbó a Joyce en este primer encuentro o no. Lo cierto es que estarían juntos por el resto de sus vidas. Tuvieron dos hijos, Giorgio y Lucía, a los que amaron pero no les fue muy bien en la vida. Barnacle era la musa de Joyce. Fue la modelo para Molly Bloom, la mujer en el centro de Ulises y cuyo monólogo al final de la novela es en sí mismo una obra maestra.
Con Nora se fueron a la Europa continental, sin casarse, para nunca volver a vivir en Irlanda. Ella era la contrapartida ideal para Joyce; no le daba importancia a la literatura y no creía en la eventual fama de su marido. En la última biografía de Gordon Bowker, una anécdota sobre Nora encapsula la relación que ella tuvo con su marido: explicándole a una amiga por qué le costaba dormirse, dijo: “Me voy a la cama y ese hombre se sienta en el cuarto de al lado y se ríe sobre lo que está escribiendo. Y yo le toco la puerta y le digo: ‘Mira Jim, o dejas de reírte o dejas de escribir’.”
La vida de Joyce estuvo repleta de angustias y dificultades, pero también de enorme fortuna. Desde adolescente, lo que quiso fue escribir, pero no sólo escribir sino crear obras que lo pondrían a la altura de Shakespeare. Célebre es la frase en la que dice que su ambición en Ulises era escribir algo tan completo que si se llegara a destruir la ciudad podría ser reconstruida a partir de su libro. Para lograrlo necesitaba dinero y gente que lo ayudara.
Durante sus años en Trieste, donde trabajó de profesor de inglés, vivió de la generosidad de su hermano. Después, en decenas de mudanzas, principalmente entre Trieste, Roma, Zurich y París, terminó encontrando a sus ángeles guardianes. Es probable que sin el enorme apoyo financiero de sus patrocinadoras, principalmente Harriet Shaw Weaver –por el lado financiero– y Ezra Pound –por los contactos y la promoción dentro del mundo literario– no hubiera logrado dedicarse a la literatura de la forma en que lo hizo.
Joyce es un escritor sublime, el constructor de los más maravillosas laberintos literarios del siglo XX. No hay que pedirle más que eso.

martes, 26 de marzo de 2013

MUJERES DE ATENAS

Una canción de CHICO BUARQUE, para situarnos en el mundo griego y femenino.